Mokubakan. Una tarde en el Mokubakan, por Guillermo Quartucci. tokonoma 5, material de archivo

UNA TARDE EN EL MOKUBAKAN
Guillermo Quartucci


Japón, en la actualidad, tiene fama de país moderno, y en especial Tokio, el centro cultural, comercial y político, se ha ganado un lugar entre las grandes ciudades del mundo, como capital de la moda y la elegancia. La prosperidad de las últimas décadas ha refinado los gustos y formas de vida de las amplias capas media. Todavía es posible ver, en las grandes ciudades, mujeres que se visten y arreglan de manera muy cuidada para asistir a las funciones vespertinas de los innumerables teatros y terminar la tarde en coquetas cafeterías donde el precio de un café acompañado de una porción de pastel puede alcanzar los veinte dólares, o simplemente para ir de compras a Mitsukoshi, Isetan o Seibu, las tiendas departamentales más chic. Estas mujeres, generalmente de edad mediana hacia arriba, son también las habitués de los restaurantes y confiterías que se encuentran en los hoteles cinco estrellas, donde el sueño de una vida de ocio, lujo y despreocupación, hasta hace no mucho insospechada para la mayoría de ellas, parece ahora cumplirse. Interiores de tono pastel, muebles como de película, enormes arreglos florales y vajillas primorosamente decoradas sirven de marco a unos alimentos y bebidas agradables a la vista, aunque no demasiado sabrosos. Todo está programado en función de un sentimentalismo light - en el Japón modernizado las estridencias no gozan de prestigio - siempre acorde con el broche delicado, los zapatos de gamuza, el collar de perlas Mikimoto, el maquillaje discreto y la sonrisa tenue de felicidad, sin sombra de frustraciones, donde el único cigarrillo que se permite es el delgado y elegante Virginia Slims. Si buscáramos un equivalente teatral a estos estados de ánimo, el mundo de Takarazuka, la revista japonesa integrada exclusivamente por mujeres, con su exaltación del amor y la belleza sin compromisos, sería la metáfora perfecta de este mundo de ensueño; de ahí que su público, en una abrumadora mayoría, sea femenino.
Los valores de la cultura yamanote - la zona geográfica más exclusiva de Tokio, donde vive la gente soi disant elegante, por contraposición a shitamachi, los barrios populares, otrora árbitros de modas y costumbres - en el Japón de nuestros días parecen haber eclipsado las estridencias y excesos que años atrás tipificaban las zonas de entretenimiento, como Asakusa, donde se amontonaban cines y teatros, ahora en acelerado proceso de desaparición. Más bien lo que goza en la actualidad del favor de las elegantes de Tokio es Garden Place, curioso adefesio, entre shopping y parque temático, en el remodelado barrio de Ebisu.

Asakusa y Kannonsama

Es muy curioso que en la calles adyacentes al gran templo de Sensôji, en Asakusa, donde se venera a Kannonsama, la diosa budista de la Misericordia, popular centro de peregrinación japonés desde tiempos remotos, inmediatamente antes y después de la Restauración Meiji se desarrollara el más grande centro de diversión de la historia de Japón. El distrito 6, o Rokku, como se le conocía a esta animadísima porción del barrio, alcanzó su culminación en las postrimerías de la segunda guerra mundial, para entrar en decadencia después de finalizada ésta, hasta casi desaparecer en los años de la prosperidad económica, jaqueado por otros centros de Tokio que aspiraban a convertirse en líderes de la diversión. Los cines y teatros fueron cayendo uno a uno, y en la actualidad se ha transformado en un lugar para nostálgicos, donde sobreviven malamente un par de salas que exhiben antiguas películas japonesas de gángsters o de samurais, algún teatro de striptease o de rakugo (monólogo cómico muy popular en Edo) y... el Mokubakan.
Este peculiar teatro, cuyo nombre significa Caballito de Madera, es prácticamente el único espacio de la ciudad donde todavía es posible palpar, sin reconstrucciones turísticas, la atmósfera de shitamachi y el savoir faire de los edokko, auténticos retoños de la cultura popular de Tokio (Edo, antiguo nombre de Tokio; ko, hijo, retoño). Pero no son sólo los espectáculos que allí se ponen los que hacen tan singular a este recinto: también el público constituye en sí un show aparte. En la posmoderna y vibrante Tokio, de los teatros de lujo, los hoteles de país encantado y los shoppings de gusto dudoso, el Mokubakan respira una voluntad de sobrevivencia que desmiente las aspiraciones recientes de los japoneses de ser modernos y elegantes.
Comenzando por la programación, al igual que el kabuki, género del que parece un epígono vulgar y chabacano, cuando se lo examina superficialmente, hay dos funciones diarias: la matutina, a las once de la mañana; y la vespertina a las cinco de la tarde, ambas con una duración aproximada de cuatro horas. Sin embargo, el espectáculo es diferente para cada función y durante el mes que dura una compañía en escena los cambios en la programación son constantes, de manera que uno puede ir casi diariamente y encontrarse con una novedad. las compañías se forman alrededor de una figura líder, que además de director de escena, actúa y canta como el resto de la troupe: Ichikawa Hitomaru, Higuchi Jirô, Matsukawa Yûshirô, Kanai Nobuo, Hata Hiroshi, Fujikawa Akira, Ryû Senmei, Koikawa Jun, etcétera. La familia del actor, incluidos sus niños, así como discípulos y aprendices, además de algunos veteranos, son los integrantes de la troupe, y juntos realizan giras, a lo largo y ancho de Japón, en los contados lugares donde aún sobreviven este tipo de establecimientos tercamente anacrónicos.

El teatro

El Mokubakan de Tokio está ubicado en la esquina de una callejuela de traza irregular, que parte del templo Sensôji, y un callejón cerrado adonde se abren las puertas de emergencia, por donde sale el público al terminar la función. Se lo reconoce inmediatamente por su fachada cubierta de estandartes del tipo nobori - una asta con una tela vertical fijada de uno de sus lados - que ostentan, con los caracteres típicos del teatro tradicional japonés, el nombre de la compañía. También hay profusión de arreglos florales de plástico en forma de corona y lámparas de papel en ristra, iluminadas. Como la planta baja es el teatro de rakugo, con sus anuncios propios y decoraciones características, el lugar no puede pasar desapercibido. En la taquilla hay generalmente una anciana de kimono que parece salida de una novela de Nagai Kafû y que corta imperturbable los boletos, mientras recibe la módica suma de dinero que cuesta este teatro para los astronómicos estándares japoneses: unos quince dólares, o sea, más barato que el cine.
Después de ascender una escalera, se llega a un pequeño lobby donde no faltan las máquinas expendedoras de bebidas, frías y calientes, y las golosinas típicas de los teatros. Hay también una mesa cubierta de folletos que anuncian las próximas funciones y compañías, sin el lujo de los del teatro kabuki, generalmente impresos en color morado, y que se pueden tomar libremente para felicidad de quienes coleccionan este tipo de material. La sala, lejos del glamour de los teatros de Tokio, es modesta y de butacas amontonadas más bien incómodas, dividida en dos secciones en declive, separadas por un pasillo, con cupo de unos quinientos espectadores. En invierno está bien calefaccionada y climatizada en verano, quizá las dos únicas concesiones a la modernidad que se permite este espacio único por el espectáculo que ofrece y por su público.

La programación

El espectáculo se divide en dos partes fácilmente reconocibles: la primera, dedicada a la representación dramática, y la segunda, un conjunto de canciones y bailes interpretados por la misma compañía, ambas con una duración similar, separadas por un intermedio en donde el "jefe" dialoga con el público y, si tiene la suerte de contar con alguno, con el espectador extranjero que haya recalado en esta insólita isla de cultura popular.
Una voz anuncia por altavoces estridentes que el espectáculo da inicio: la cortina se abre sobre un telón de fondo que representa algún rincón de la antigua Edo o del Tokio de Meiji o Taishô, y una utilería mínima que designa el de por sí de utilería interior de una vivienda o edificio tradicional japonés: unas puertas corredizas de papel, una plataforma de tatami, una ventana que se abre al río Sumida y la continuada hilera de casas de madera de la orilla opuesta, pintados en el telón. Los actores están vestidos a la usanza tradicional: kimono multicolor las mujeres, kimono gris recogido que muestra las piernas desnudas los hombres, ambos con pelucas que designan claramente su condición social y estado civil. Hay mucha animación en escena: todos hablan a un tiempo y exhiben su aliño para que el público los ubique inmediatamente en la acción. La pieza representada es del conocimiento del público, y antes que la originalidad, lo que se espera de los actores es la maestría con que resuelvan las escenas claves, que son las que arrancan los aplausos y vivas de los espectadores. Hace por fin su aparición el jefe de la compañía ante el entusiasmo de sus fieles seguidores. La ovación dura unos segundos y es a partir de ella cuando el drama realmente comienza.
Por lo general, se trata de refritos de piezas famosas del teatro kabuki, la insuperable creación de Edo, y del shimpa, literalmente, "nueva escuela", género teatral que floreció en los períodos Meiji y Taishô (1868-1925), caracterizado por llevar al paroxismo los preceptos morales y estéticos de una sociedad a caballo entre el feudalismo y los conatos de modernización. Teatro altamente melodramático, tanto el shimpa, como las representaciones del Mokubakan, abundan en la pintura de la picardía popular, con todos sus estereotipos y la actitud de exaltado sacrificio de los personajes principales. La trama avanza a los tropiezos entre pasos de comedia grotesca, protagonizada por los actores de carácter, y los grandes pathos dramáticos de resignada renunciación que el destino tiene reservados a los protagonistas. Sin embargo, nunca la comedia tiene prevalencia sobre la tragedia, y viceversa. Para complicar todavía más la cosa, hay momentos de acción, a la manera del casi extinto "teatro del nuevo país" (shingoku gekijo), género de acción rebosante de duelos de espada que enardecía a las multitudes en los primeros años de Meiji, de manera que la del Mokubakan es una experiencia de "teatro total" tradicional.
En el plano del desarrollo dramático, la dupla moral giri-ninjô es la columna vertebral del espectáculo. Giri es establecido por la costumbre y la ley, ninjô son los sentimientos individuales; es decir, deber versus sentimientos. Su choque, como en la antigua Grecia, provoca la tragedia, tragedia del enamorado, por ejemplo, que por fidelidad a los códigos sociales debe rechazar a su amada, tragedia, en fin, del héroe o heroína románticos que se debaten entre la transgresión y el acato de la norma, contradicción moral que en el Mokubakan alcanza su más alta representación, porque es teatro sin pretensiones intelectuales dirigido a un público que se resiste al cinismo de las modas y el consumismo como formas de vida. La obra "Maquillaje" (Keshô), de Inoue Hisashi, pinta de manera magistral el universo del teatro popular japonés.
El repertorio de las doce compañías que comparten en el año la cartelera del Mokubakan, sin perder de vista los postulados dramáticos del giri-ninjô, se pasean por una variedad increíble de historias de la cultura popular, por ejemplo, la historia de la geisha que trabaja arduamente para pagar los estudios de un joven al que ama, con el sólo objetivo de que se haga un lugar en la sociedad establecida, sin esperar nada a cambio. En determinado momento, la geisha se ve obligada a asesinar a un cliente importante que ha abusado de su honor más íntimo, y es el joven amado, con el flamante título de abogado, pagado con el sacrificio de ella, quien tiene que actuar de fiscal en el juicio. Sus sentimientos le dicen que debe salvarla, pero su deber lo obliga a condenarla a morir. Desaparecida ella, el único camino que le queda al joven es el suicidio.
Otra historia muy popular es la de Oshichi, la hija del verdulero. La época es Edo y el escenario, los abigarrados barrios populares, donde al menor descuido, se desataban incendios que arrasaban manzanas enteras de frágiles y amontonadas casas de madera. En una de estas conflagraciones, Oshichi debe refugiarse en un templo, el único espacio amplio que se salvaba de "las flores de Edo", como poética y resignadamente llamaban los habitantes de shitamachi a los incendios. En el templo, Oshichi conoce a un joven y gallardo bombero, epítome de la virilidad en la época y héroe de los rescates de víctimas, del cual se enamora y es correspondida. Cuando llega el momento inevitable del regreso a casa, Oshichi teme no volver a ver al joven, por lo cual decide prender fuego a su propia vivienda, con tal mala suerte que es descubierta y denunciada por un vecino. El delito es tan grave que en Edo se castiga con la muerte. Cuando el bombero se entera de la suerte corrida por Oshichi, se suicida.
También algunas historias sensacionalistas engalanan de tanto en tanto la cartelera del Mokubakan, como la de Abe Sada, la heroína mundialmente famosa de la película "El imperio de los sentidos", de Nagisha Oshima, que no ha dejado de cautivar la imaginación popular japonesa desde que sucedió, hace más de sesenta años. Como se sabe, Abe es una prostituta de un burdel de ínfima categoría que vive una tórrida historia de pasión destructiva con uno de sus clientes, un próspero hombre de negocios casado. Comprometidos cada vez más en un juego sexual que va carcomiendo sus vidas, desafiando toda noción de mesura en la satisfacción de una pasión al margen de las normas, sabiendo que traspuestos los límites de la carne siempre insatisfecha sólo están la locura y la muerte, ella decide cortarle al hombre su pene y huir con él aferrado en la mano hasta que es descubierta tres días más tarde por la policía, ya totalmente perdida la razón. Es lo que sucede cuando ninjô prevalece sobre giri, es decir, cuando se quebrantan los mandamientos sociales.
En fin, la historia de la madre que debe dar en adopción a su hijo porque la pobreza y la marginación le impiden darle la educación que haría de él un hombre de bien, y que años más tarde se reencuentran, en circunstancias trágicas, no es rara en el Mokubakan. El final, como corresponde, no es feliz, pues las circunstancias del reencuentro, generalmente un crimen, enfrentan a la madre, autora involuntaria, y al hijo, resolviéndose el drama con la ejecución de ella y el suicidio de él.
En el transcurso de la obra no sólo es posible presenciar todas las convenciones propias de su trama, sino también algunas curiosidades como la transformación en mujer del jefe de la compañía frente al público, asistido por un ayudante: sentado en el suelo frente a un espejo, con el torso desnudo, comienza el rito con la pintada de blanco del pecho, hombros, cuello y cara; continúa con el delineamiento de los ojos y carmín de la boca, y la coronación con la peluca enjoyada. Ya de pie el actor, el ayudante le va alcanzando kimonos que se van sujetando y superponiendo, hasta llegar al último, el más deslumbrante. Queda así transformado en un onnagata (actor que interpreta papeles femeninos) ante los pocos ojos azorados de quienes no están acostumbrados a estas faenas y los aplausos de la inmensa mayoría de los espectadores, que patentizan así su admiración incondicional por la estrella. El mismo actor ha representado a lo largo de la obra papeles masculinos de innegable virilidad.
Así vestido, en diálogo con el público, anuncia los programas de los días venideros y agradece la fidelidad y apoyo en tiempos tan difíciles para este tipo de teatro, etcétera, etcétera. A continuación, un intervalo de quince minutos precede a la segunda parte del show.
La segunda parte es lo que podría denominarse "revista japonesa", donde los mismos integrantes de la compañía, vestidos con trajes extravagantes, no tradicionales, interpretarán a lo largo de más de una hora todo tipo de canciones: desde el rock, por los más jóvenes, hasta el enka (balada urbana) por los veteranos. La escenografía es barata, los colores encendidos, la iluminación circense. El volumen de la música grabada tapa por momentos la voz de los cantantes inexpertos. Algunos desafinan, a otros se les olvida la letra, pero las estrellas se lucen, particularmente en la interpretación de las baladas urbanas que han sobrevivido a la masificación de las últimas décadas gracias al karaoke. Lo increíble de esta parte del show es el público femenino: mientras canta su figura favorita, la admiradora se acerca al escenario y, haciendo que se arrodille el intérprete, le coloca en el cinturón uno a varios billetes. Si se trata de alguien que quiere hacer pública su generosidad, desplegará el dinero en forma de abanico y lo colocará ostensiblemente para que todos lo vean: a veces se pueden contar hasta diez billetes de diez mil yenes (mil dólares), aunque lo común son dos o tres. Muchas mujeres de edad mediana y, especialmente, las ancianas del público vestidas de kimono se acercan humildemente al escenario donde depositan sus regalos para el intérprete de ese momento: cartones de cigarrillos, cajas de cerveza o sake, bufandas tejidas a mano, guantes, alimentos envasados, fotografías que ellas mismas le han tomado en actuaciones previas... Esta interacción hace que el público forme parte integral del espectáculo del Mokubakan.

El público

Compuesto en su mayoría por mujeres mayores o ancianas, la variedad de tipos es mucho más notable que la del conjunto uniformado de señoras elegantes que visitan los lugares de moda de yamanote. En el Mokubakan es posible encontrarse con situaciones insólitas protagonizadas por los espectadores, como la mujer que paga la entrada para su mascota, un caniche diminuto y de pelo recortado, al que sienta a su lado durante toda la función. El perrito por lo general duerme, pero, en caso de despertarse, su dueña le tiene preparada su merienda y alguna bebida, que el can ingiere con fruición totalmente ajeno a la excitación del entorno. Otras mujeres llegan con las bolsas de las compras, a veces literalmente cubiertas por ellas, y ocultas en los asientos siguen las peripecias de lo que ocurre en escena. Algunas fuman habanos, otras muestran con orgullo su dentadura de oro, como las mujeres de Edo mostraban los dientes negros. No hay accesorios de calidad ni perlas finas entre sus adornos, sino más bien baratijas que no se pretenden de buen gusto. Las telas caras son reemplazadas por el terlenka, y la gamuza de los zapatos por los materiales sintéticos. Se dice que alguna de estas mujeres provienen de la vecina provincia de Ibaraki, región hasta hace poco dejada inexplicablemente de lado por la fiebre de progreso de Tokio, pero lo suficientemente cerca como para permitir el viaje de ida y vuelta en el día. Sin embargo, en su mayoría es gente de los barrios populares que rodean al Mokubakan y que mantienen viva la tradición cultural de shitamachi. Desaparecidos ellos, es muy dudoso que el teatro popular persista como hasta ahora.
Por eso, al terminar el espectáculo, los espectadores que abandonan la sala por la puerta de emergencia que da al callejón lateral, y se encuentran en la calle con todos los integrantes de la compañía para intercambiar un saludo personal de despedida, parecen reafirmar con este rito que se repite después de cada función, durante todo el año, su voluntad de que el Mokubakan no muera.

México, junio de 1997
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