Okamoto Kanoko, material de archivo, tokonoma 6. Homenaje a la querida amiga, Atsuko Tanabe.

SUSHI
por Kanoko Okamoto

En toda familia de abolengo al borde de la decadencia, suele nacer un niño extraño. Y es que cuando una familia tradicional comienza a declinar, son los niños quienes, con mayor agudeza y antes que los adultos, sienten temor. Y a veces ese miedo los afecta desde que se encuentran en el útero.
Ya de pequeño, a aquel niño no le gustaban las cosas dulces, y sólo pedía galletas saladas. Para comerlas, las ajustaba entre los dientes superiores e inferiores, y rompía con cuidado los extremos. Si las galletas no estaban húmedas, se producía un crujido agradable. Masticaba meticulosamente los trozos, se los tragaba sin dejar residuos, ajustaba de nuevo los dientes, y metía la punta de otra galleta entre ellos. En el momento de quebrarla, abría grandes los ojos y se concentraba en el crujido sonoro. Había varios tonos y a todos los podía distinguir. Con actitud decidida temblaba orgulloso. La mano con la que tomaba la galleta quedaba inmóvil y él ensimismado: con los ojos ligeramente húmedos.
La familia se componía de sus padres, su hermano y hermana mayores, y las criadas. Según la estimación general, él era el raro de la familia. Se alimentaba sin equilibrio: detestaba el pescado, no comía ciertas verduras y no probaba la carne.
El padre, que era un hombre nervioso, fingía interés y buena voluntad, cuando de vez en cuando se detenía a observar el plato del niño:
- A ver con qué se alimenta este pequeño.
Por temperamento, el padre intentaba disimular, aunque en el fondo estaba atemorizado, y veía la declinación de su familia sin tomar medida alguna, mientras repetía:
- Somos una familia ilustre.
Sobre la bandeja del niño había huevos revueltos y algas, como de costumbre. En ocasión de la inspección paterna, la madre, ocultando con la manga de su kimono la bandeja, intercedía siempre:
- No hagas escándalo. No lo aflijas que no comerá ni esto.
Las comidas eran la tortura del niño. Al ingerir algunas con olor, color y sabor, tenía la impresión de estar contaminando su cuerpo. Anhelaba algún alimento como el aire. Y aunque por cierto el estómago se le retorcía de hambre, no sentía deseos de comer. Muchas veces lamía los objetos decorativos de cristal transparente del estante, o los rozaba con su mejilla. Con hambre extrema, la mente se le ponía en blanco y sentía que lo abandonaba la conciencia. Viendo el atardecer tras la colina, más allá del arroyo en el centro del valle, no le importaba morir. Entonces, metía las manos en la faja que sujetaba su vientre hundido, inclinaba el cuerpo, alzaba la cabeza y gritaba:
- Okaasan. Madre.
Pero no llamando a su madre, a quien amaba más que nadie de su familia, sino a otra mujer, cuya existencia presentía en algún lugar, y a quien verdaderamente podría llamar "madre". Y si bien estaba seguro de que si esta mujer se le apareciera respondiendo a su llamado, se desmayaría del susto, experimentaba un melancólico placer al nombrarla:
- Okaasan, okaasan.
Una voz, tan sutil como el papel de arroz, le contestó de improviso:
- Haai. Sí.
Y apareció su madre real.
- Vamos con este niño. ¿Qué haces?
Y lo miró. Ante la incomprensión de su madre, sintió vergüenza y se ruborizó.
- Por esto te suplico que comas con regularidad. Por favor, entiéndeme.
La voz de la madre temblaba. Después de escenas de preocupación y súplica, había descubierto que los huevos revueltos y las algas marinas eran lo más aceptable para el gusto del niño, a quien este platillo no le resultaba inmundo, salvo por el desagradable peso que le dejaba en el estómago.
Si desde algún lugar de su cuerpo un sentimiento melancólico lo invadía colmándolo, el niño masticaba cualquier cosa blanda y ácida. Recogía y comía ciruelas y mandarinas, que se daban en la colina en época de lluvias, y él conocía bien el lugar, al igual que los pájaros que venían a picotearlas.
Como alumno, era un buen estudiante de primaria. Retenía en su memoria como si fueran placas fotográficas, todas las cosas que leía u oía, aun una sola vez. Los estudios no le interesaban, y le resultaban sencillos. Y esa misma indiferencia le permitía sacar buenas calificaciones.
Todos lo trataban con especial cuidado. Un día, tras una discusión con el padre, la madre entró al cuarto del niño y le dijo con ofuscación:
- Mira. Como adelgazas cada día más, los maestros y los miembros del comité de asuntos escolares comentan que en casa no prestamos atención a tu alimentación, y tu padre, que tiene tan mal carácter, me echa toda la culpa insinuando toda clase de maldades.
La madre, que estaba de rodillas, inclinó la cabeza ante el niño, y apoyando las manos en el piso, le dijo:
- Te suplico que comas mejor. Come lo necesario para aumentar de peso. Si no, día y noche estaré atormentada ...
El niño sintió como si estuviera cometiendo un crimen por una constitución anormal. "Está mal - se dijo - Hice que mi madre agachara la cabeza ante mí". Sintió un escalofrío y creyó que iba a desmayarse. Pero su mente se hallaba calma y sosegada. "No he sido considerado con mi madre. Soy malo. Mi vida no vale nada. Un desgraciado como yo debería morir. Comeré lo que sea, sin importar mi temblor, asco o corrupción. Eso será mejor que continuar molestando a todos con mi modo de ser ..."
Ese día, simulando indiferencia, comió lo mismo que todos. Vomitó al instante. Trató de controlar su boca y su garganta, para que se mantuvieran lo más inertes posible, pero en cuanto pensó que había tragado algo que había sido tocado por otra mujer que no era su madre, el estómago se le encogió. Como cuando de la falda de una criada asomaba el borde de su ropa interior de un rojo descolorido, o cuando en la cara de la anciana cocinera notaba un rastro del tinte usado para el cabello, así batía con violencia su pecho.
Los hermanos fruncieron el ceño. El padre lo observó de reojo y siguió tomando el aperitivo. Mientras limpiaba el vómito, la madre lo miró a la cara y le recriminó:
- Ya ves. No es mi culpa. La constitución del niño es así.
Suspiró. Sentía más lástima de su marido que del niño.
Al día siguiente la madre extendió una esterilla nueva en la veranda, iluminada con el reflejo de las hojas verdes del jardín. Llevó hasta allí una tabla, un cuchillo, una vasija con agua y una pequeña vitrina con diversos alimentos. Todos frescos, recién comprados. La madre hizo sentar al niño frente a ella, colocando la tabla entre los dos. Delante de su hijo colocó una mesita y sobre ella un plato. Se arremangó y exhibió sus manos rosadas ante el rostro del niño, girándolas como haría un mago. Luego se las restregó diciendo cadenciosamente:
- Observa bien. Todos los utensilios son nuevos. Y quien va a preparar la comida es tu madre. Mis manos están impecables. ¿Lo ves? Vamos, entonces.
Roció con vinagre el arroz de la fuente honda. Los dos tosieron sofocados por el olor del vinagre. A continuación colocó la fuente cerca de sus rodillas, tomó un poco de arroz e hizo una bolita ovalada con las manos. En la vitrina había diveros manjares ya dispuestos y cocidos. Con un movimiento rápido tomó un trozo de tortilla de huevo y lo colocó sobre la bolita de arroz. Entonces lo dispuso en el plato del niño. Era sushi de huevo. - Mira. Es sushi. O-sushi. Tómalo con tus manos, si quieres.
El niño hizo lo que le sugería. El sabor combinado de la suave acidez y el dulce sabor del huevo y el arroz eran como una caricia en la piel desnuda, y se extendió por toda su lengua. Mientras comía, un amor, delicioso como agua tibia, saturó el cuerpo del niño: la sensación era tan grata que tuvo ganas de abrazar a su madre. Pero le daba vergüenza expresar algo, así que sólo sonrió y la miró a la cara.
- Anda, otra bolita. ¿Te gusta? - Agitó las manos como una malabarista, hizo otra bolita y le puso encima otro ingrediente tomado de la vitrina. Esta vez el niño examinó aquel trozo rectangular y blanco de comida como si se tratara de algo repugnante. Entonces, la madre le dijo con un matiz un tanto imperioso:
- No es nada. Cómelo como si comieras un pedazo de huevo.
De esta manera, por primera vez en su vida, el niño comió esa cosa llamada "calamar". El trozo tenía una tersura como de marfil, más resistente a los dientes que el pastel de arroz. Al comer sushi de calamar, una verdadera aventura para él, exhaló el aliento que había retenido con tensión, y aflojó los músculos de la cara. Otra vez su expresión era de satisfacción.
Ahora le madre le servía algo blanco y transparente sobre otra bolita de arroz. Al acercárselo lo asustó el olor, pero conteniendo la respiración, y con determinación, se lo metió en la boca. Con la masticación, aquel trozo blanco y transparente esparció su refinado sabor teñido de acidez, y se deslizó por la delgada garganta del niño.
"Acabo de comer pescado. ¡Logré comer pescado!" El niño se dio cuenta. Por primera vez en su vida disfrutaba de un sentimiento de victoria y frescura por haber masticado algo vivo. Se sentía tan contento que quería abarcarlo todo con la mirada. Sentía un cosquilleo por su cuerpo, y se rascó con alegría.
Lanzó varias carcajadas. Ya la madre sabía que había vencido. Con movimientos lentos se quitó los granos de arroz que habían quedado pegados a sus dedos, y atisbó en la vitrina con displicencia. Ocultando los alimentos de la vista del niño, dijo:
- De qué otro gusto haré el próximo. Déjame ver. No sé si queda algo ...
El niño reclamó encantado:
- Sushi Sushi !!
Reprimiendo su deseo de lanzar gritos de alegría, la madre dibujó la expresión inocente que tanto le gustaba al niño. Aquel rostro le pareció tan bello a éste, que nunca jamás lo olvidaría.
- Entonces, a pedido del señor cliente, prepararé el siguiente bocado ...
Como la primera vez, la madre aproximó las manos a los ojos del niño, las hizo girar como una malabarista y comenzó a hacer bolitas de arroz. Ofreció a su hijo una con el mismo trozo blanco; había escogido carne sin olor: lenguado y bonito.
El niño continuó comiendo. En cuanto la madre colocaba las bolitas de arroz con trozos de pescado, se abalanzaba como si estuviera compitiendo, para comérselas. No pensaban en otra cosa: el entusiasmo los unía en un plano extático. Se devoró las siguientes seis, y un ritmo encantador los conjugaba en sus movimientos. Los sushi hechos por su madre, cocinera no profesional, variaban en forma y tamaño. Algunos rodaron por el plato y perdieron sus trozos de pescado. Con compasión por ellos, el niño los arreglaba y se le hacían más sabrosos. De golpe recordó a aquella madre imaginaria por quien clamaba secretamente. Aquella y ésta que frente a él le preparaba sushi se confundieron, mental y visualmente, fusionándose en una sola figura. Quería que se fundieran perfectamente, pero le daba miedo que esto ocurriera.
"Después de todo, es a esta madre a quien siempre he buscado a escondidas, y si era ella, que me sirve cosas tan deliciosas, entonces ¡para qué haber pensado en otra mujer!"
- Bueno, hoy dejamos aquí. Comiste muy bien, muchas gracias.
Contenta, sacudió las manos rosadas pegoteadas con granos de arroz, como si aplaudiera.
Desde ese día el niño quedó acostumbrado a los sushi hechos por su madre, y comenzó a comer con gusto cosas como almejas rojas color flor de granada, o pescado con rayas plateadas, y también pescado cocido en otros platillos. Se volvió sano, al punto de resultar irreconocible. Cuando entró en la escuela secundaria, era un muchacho tan apuesto y robusto que, al pasar por la calle, la gente volteaba la cabeza para admirarlo.

Traducción del original japonés: Atsuko Tanabe.


Noticia sobre la autora
Kanoko Okamoto (1889-1939)

Su vida literaria fue asombrosamente corta, ya que empezó a escribir novelas casi al final de su vida. Al principio disfrutó de cierta celebridad como poetisa de tanka (poemas de 31 sílabas), y luego se convirtió en una estudiosa notable del Budismo, Nació en Tokio, hija de una antigua familia de funcionarios de comercio del gobierno feudal. En 1910 se casó con Ippei Okamoto, pintor, periodista y caricaturista que más tarde ganaría popularidad con sus satíricas caricaturas políticas. Al año siguiente, Kanoko dio a luz a su único hijo, Taro, hoy pintor de fama mundial, cuyas obras muralistas se encuentran también en México (existe una en el Poliforum Siqueiros). En 1926 Kanoko se traslada a Europa con su marido y su hijo, y allí vivirán más de dos años en ciudades como Londres, París y Berlín. A su regreso a Japón inicia su carrera como escritora publicando cuentos en varias revistas importantes. En muchas de sus obras Kanoko manifiesta el dilema y la angustia de ser, al mismo tiempo, mujer de carrera y madre de familia. Como notamos en el cuento "Sushi", frecuentemente la ternura de la maternidad constituye uno de sus temas. Entre sus obras importantes se encuentra la novela Madre e hijo (1937). (A.T)

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